FORMACIÓN DE LA ATMÓSFERA

Durante 5000 millones de años, la composición de la atmósfera ha sufrido variaciones, medibles en el tiempo interplanetario.
Hoy se compone primordialmente de nitrógeno, oxígeno, trazas de gases nobles, vapor de agua, bióxido de carbono y ozono.

Se estima que (provenientes de la nebulosa solar inaugural) nuestra atmósfera primitiva consistía en hidrógeno y helio, rechazados hacia el espacio distante debido a las altas temperaturas de la masa fundida del núcleo terrestre y las propias fuerzas de gravedad. Con el enfriamiento gradual y la formación de una capa sólida superficial, fueron liberándose y acumulándose alrededor del globo bióxido de carbono, vapor de agua y nitrógeno, en proporciones análogas a las que emiten las erupciones volcánicas.

La presencia de gases atmosféricos, su presión y el enfriamiento paulatino de la corteza terrestre, condensaron el abundante vapor de agua existente y abrieron un ciclo lluvioso de varias decenas de miles de años. Así se configuraron las inmensas cuencas oceánicas que hoy conocemos.

La acción de los rayos solares generó una síntesis de las primeras moléculas orgánicas a partir de la rica variedad de partículas presentes en el medio marino, donde cianobacterias, fitoplancton y algas abrieron el ciclo de la fotosíntesis (asimilación del anhídrido carbónico o bióxido de carbono por acción de la luz). Mediante este proceso, las plantas verdes convierten la energía lumínica en energía química que puede ser usada por los seres vivos. El pigmento de las clorofilas captura energía y se abre a partir de allí la actividad de un portentoso laboratorio natural donde electrones, protones, agua (fotólisis), glúcidos, enzimas, carbohidratos y aminoácidos surgen de una danza de poderes asimilatorios y reductores que la ciencia aún no ha terminado de descifrar por completo.

Las sustancias orgánicas resultantes son el componente nutritivo crucial de casi todos los seres vivientes: sin la fotosíntesis no habría vida tal como la conocemos.


COMPOSICIÓN DE LA ATMÓSFERA

Así como a grandes rasgos tenemos presente la existencia de mares y océanos, no vivenciamos del mismo modo la sutil presencia de la atmósfera, que tomamos en cuenta apenas como dato ligado a la temperatura ambiental, a la lluvia o a los grandes temporales, en tanto la radio nos bombardea sin cesar con las mediciones de la presión atmosférica, la humedad relativa ambiente, la visibilidad neta, la sensación térmica y la potencia-orientación del viento.
Nada de ello nos ayuda a ubicarnos en el vasto entramado compuesto por el globo terrestre, sus suelos y sus aguas, el aire y la luz solar: la materia prima crucial de lo que llamamos biosfera o esfera de la vida.
Miramos hacia lo alto en una tarde clara: parecería que el espacio no tiene fin. Lo cual es cierto en lo referido al campo visual que denominamos cielo, pero en lo concerniente a la atmósfera existen límites, y muy concretos.
Si el asunto asomó en los últimos años a la cháchara indolente de los medios de comunicación social, ello ha ocurrido en especial a propósito de instancias «críticas» que se han llamado calentamiento global (efecto de invernadero), deterioro de la capa de ozono, acidificación de las lluvias y agonía de los bosques y selvas.
Entretanto, abundan las noticias sobre las situaciones de emergencia respiratoria surgidas en metrópolis poluidas como Santiago de Chile, México (DF), San Pablo o Atenas.
Más allá del apocalipsis vuelto deporte o juego de apuestas, es totalmente cierto que la Tierra atraviesa una crisis atmosférica y climática producida por actividades humanas contaminantes y por superposición de las mismas. Dado que la atmósfera es el envoltorio gaseoso que actúa como enlace entre nuestro planeta y el universo, su frontera inferior en lo concerniente al nexo con el suelo y las aguas resulta obvia.
No sucede lo mismo en lo referido al límite superior, dado que los gases que componen el océano atmosférico van apareciendo en otras proporciones a medida que se acerca más al misterioso mundo del sistema solar.
El medio gaseoso que denominamos aire es en verdad una membrana que en el caso de la atmósfera elemental posee unos 100 kilómetros de espesor. Su capa inferior -bajo la cual vivimos- se denomina troposfera, con un espesor promedio de 12 km y en estado constante de turbulencia, con masas de aire en movimiento continuo y mezcla incesante.
Su composición es persistente: 78% de nitrógeno, 21% de oxígeno, 1% de gases nobles (inertes), vapor de agua, anhídrido carbónico y micropartículas llamadas «aerosoles». Allí tienen lugar el ciclo completo del agua (evaporación, congelamiento y condensación) y el total de los fenómenos meteorológicos.
A continuación se halla la tropopausa que separa a la inferior de la siguiente: la estratósfera, que se extiende hasta los 50 km de altura y cuyos primeros 20 km mantienen la temperatura de la troposfera, dándose luego variaciones y hasta incrementos pues absorbe bastante radiación ultravioleta proveniente del Sol. No posee turbulencias y sus vientos constantes siguen un patrón casi fijo.
A partir de los 80 km se suceden la estratopausa, la mesosfera y la mesopausa, donde suelen formarse las nubes «noctilucenses» (que captan reflejos solares y estarían compuestas por cristales de hielo montados en partículas que provienen del espacio interestelar).
La parte más extrema se denomina termosfera y sus temperaturas llegan a los 1500 °C debido a la absorción de energía solar, y la frontera final se llama exosfera (800 km). Las exploraciones revelan que a partir de los 1500 km no hay transición en la composición y la presión reinante, predominando por un lado iones de hidrógeno y por otro electrones y protones de la radiación cósmica.
La composición atmosférica permite otra clasificación, a partir de una capa inferior llamada homosfera (hasta una altitud de 80 km) donde la proporción de los distintos componentes del aire es invariable. Esta situación varía más allá y hasta los 80 km, y constituye la heterosfera donde en sucesivas capas van predominando el nitrógeno molecular, el oxígeno atómico, átomos de helio y átomos de hidrógeno. Se superpone en la alta atmósfera una región de capas ionizadas cuya conductividad máxima se da a los 100 km de altura.
A partir de los 50 km de altura, los componentes atmosféricos empiezan a ionizarse a causa de los rayos X y ultravioletas que provienen del Sol. A esta ionosfera (de densidad variable en iones positivos y electrones) le sigue la magnetosfera, donde la acción de las partículas cargadas eléctricamente no responde a la acción de la gravedad sino a un intercambio entre el magnetismo terrestre y los vientos solares. Esta zona se extendería hasta los 60000 km de altura y es un descubrimiento reciente, que se estudia a partir de la actividad de los satélites norteamericanos de la serie Explorer.


CÓMO INFLUYE LA ATMÓSFERA EN NOSOTROS

Llamada por algunos poetas el «océano invisible», la atmósfera terrestre es una especie de mar de aire por el que nadamos permanentemente sin darnos cuenta de ello, del mismo modo que los peces se desplazan bajo la superficie marina.
Advertimos algunos de sus matices cuando en el invierno nuestra respiración emite vapor de agua y cuando se empañan los cristales del vehículo en que viajamos.
La fauna marina requiere agua límpida para existir, la fauna humana no puede existir sin aire puro.
Hay en el aire una gama de gases, humedad y nutrientes que además de ser transportados sin cesar -en condiciones naturales- establecen curiosos términos de intercambio entre las plantas, los animales, los humanos, las aguas y los suelos.
Ninguno de los componentes del aire, suelto, podría sustentar la vida. Decir que respiramos diariamente 14000 litros de una mezcla natural invariable de 78% de nitrógeno, 21% de oxígeno y 1% de argón, neón helio, kriptón, xenón, hidrógeno, metano y óxido nitroso, entrelazada con una mezcla variable (surgida en gran parte del accionar humano) de agua gastada, anhídrido carbónico, ozono, formaldehídos, bióxidos de azufre y nitrógeno, y monóxido de carbono, además de una gama amplia de particulados, puede ayudar tal vez a visualizar la metáfora del océano invisible, del que extraemos algo más de 3 kg de oxígeno cada 24 horas, que quemamos como si fuésemos un motor, a fin de obtener energía.

Podríamos sobrevivir entre 30 y 45 días sin comer, hasta una semana sin deglutir líquidos, y no más de dos o tres minutos sin aire.

Aparte del vapor de agua que incluye, también inspiramos en el contaminado mundo de hoy polvo, humo, variados productos químicos y partículas, y numerosos microorganismos. Tras cada inhalación, nuestro cuerpo obtiene el oxígeno fundamental para todos nuestros procesos vitales, y al exhalar libera anhídrido carbónico y otros subproductos de la actividad química de nuestros órganos.
El aire es reciclado en el planeta del mismo modo que el agua. Se ha dicho que, al respirar, uno bien podría estar absorbiendo algunas moléculas liberadas días atrás por un león africano. Ello, porque el vapor de agua atraviesa la atmósfera en forma de nubes, de allí la realidad indivisible de los mundos líquido y aéreo.
En griego, atmos significa «vapor«. Contrariamente a lo que muchos suponen, la provisión terrestre de aire no es ilimitada. El «espacio» no es un elemento apenas, sino que es una combinación de partes complementarias. En la atmósfera se dan una serie de procesos de almacenamiento, transporte y transmisión, que a la vez reciben energía solar y la vuelcan sobre el suelo, las aguas y los seres vivos.
La temperatura ambiental y todas las variables climáticas configuran situaciones a las que todo lo existente se adapta de modo altamente flexible. La pigmentación blanca, rojiza, marrón o amarilla de la piel de los distintos pueblos del globo responde a ese mecanismo adaptativo. Las diferencias térmicas en los ciclos denominados «estaciones» confluyen con otros fenómenos insertos ante todo en el ciclo hidrológico. Por un lado, la acción térmica del Sol produce la evaporación del agua de los mares y de los ríos que recorren cada continente del globo.
Simultáneamente se produce el mecanismo llamado evapotranspiración de la vegetación y la formación de nubes, la condensación en las alturas de ese vapor de agua, y la ulterior precipitación en forma de lluvias que caen a la vez sobre los océanos o sobre las masas vegetales de la Tierra. Sin esta circulación permanente se extinguiría la vida vegetal, de la cual depende toda vida humana y animal. Las plantas se ven influidas por el régimen de lluvias (humedad) y por la temperatura ambiental.
Actualmente, los meteorólogos señalan un desorden climático por la desaparición acelerada de los bosques tropicales y boreales. Esa deforestación quiebra el ciclo hidrológico normal. Al cortarse la evapotranspiración, se altera el régimen de lluvias, que al caer sobre tierras baldías arrastran los nutrientes y abren el ciclo erosión-aridez-sequía.

La emigración del vapor de agua en forma de nubes condena a la desertificación a zonas otrora verdes (el norte africano dominado por el desierto del Sahara fue remotamente un vergel inigualable), pero al mismo tiempo las nubes que interactúan con la evapotranspiración vegetal han migrado a otras zonas donde no hacen falta y causan las tremendas inundaciones que hoy flagelan a grandes zonas de nuestro mundo.

Antes que «pulmones» del planeta, bosques y selvas son sus «riñones», ya que como esponjas retienen en el follaje el agua caída (no todo lo que llueve desciende hasta las raíces), que vuelve al ciclo nubes-caída sobre mar y tierra-evaporación. Los bosques reabsorben gran parte del oxígeno que emiten, a la vez que fijan anhídrido carbónico. La gran oxigenadora planetaria es la vegetación oceánica. Toda planta actúa como absorbedora y fijadora de anhídrido carbónico.
La movilidad atmosférica depende de un permanente flujo entre zonas de alta y baja presión barométrica, y los vientos pueden ser indistintamente húmedos, secos, calientes o fríos.
Parte de esa movimentación se debe a la rotación de la Tierra, de modo que el aire actúa como portador de cuanta emanación surja de los procesos naturales y de todo lo generado tecnológicamente por la actividad humana. Mientras en la estructura atmosférica se mide la presión vertical, las variaciones de temperatura y su composición física y química, los mecanismos de transferencia de energía plasmada en el espectro electromagnético solar y por la radiación terrestre actúan en longitudes de onda diferentes. A los rayos infrarrojos y ultravioletas naturales se suman la radiación ionizante de las fuentes artificiales de energía nuclear, y todas las ondas sonoras y hertzianas de los medios de comunicación inventados por el hombre.
Al rotar velozmente de oeste a este, la fricción de la Tierra con la atmósfera produce efectos cuya combinación altera el flujo natural norte-sur. Este detalle es crucial para advertir que la contaminación viaja tan rápido como el globo, de allí -como ejemplo- que el hollín de los incendios de petróleo durante la guerra del Golfo Pérsico en 1991 haya caído no sólo sobre Irán y la India, sino que se haya encontrado en las nieves de los montes Himalaya y en Suecia.

La polución atmosférica cae no sólo en el país que la produce, sino sobre todos los habitantes del globo. De ahí que el Norte industrializado tenga una impagable deuda ecológica con el Sur. El aire caliente sube, el aire frío desciende. A medida que el Sol calienta la superficie terrestre, el aire más próximo a nuestro planeta se calienta y sube. En las alturas se enfría y desciende hacia la Tierra. Por ello el aire circula sin cesar, y en la zona del Ecuador, al recibir más luz solar que las regiones polares, esa circulación se produce de norte a sur.
El ciclo del agua, la presión y el reparto desigual de masas de aire, además de la rotación terrestre, son la parte mecánica de la función atmosférica que cuando comenzó a llenarse de oxígeno a esa altura de su evolución en que las formas vegetales superiores detonaron la fotosíntesis, colmó la realidad planetaria de oxígeno. Al incrementarse éste, empezó a formarse el ozono que frenaba las radiaciones ultravioletas del Sol.
Se estima que la cantidad de oxígeno existente en este mundo ha sido invariable durante los últimos 2000 millones de años.

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